JOPUTA


foto del autor - gansos en los canales de Hackney, Londres

ES LONDRES, G - 3 - JOPUTA

Porque el Jim, qué duda cabe, es un joputa, epitéticamente. Como el Cid Campeador, como los García, carga con el complemento naturalmente, como si viniera en el pasaporte. James el Joputa Bailey. Por más que le sentara como un guante lo de Uriah Heep, o que fuera el doble del Golum de J.R.R. Tolkien, Jim fue, es y será el joputa del Jim, largo y aristocrático, para irritar ansiosos y cansar perezosos.

Lo del alma en pena, a nadie se le ocurrió. Tal vez no sonara tan bien. Un espectro, una vieja calavera con remera de Iron Mayden, rondando entre las paredes de papel. Rascando un pesito aquí, otro más allá, un camino largo que baja y se pierde. Flotando leve en los recovecos, llenando los resquicios, ágil y miserable. Circulando rapidito por las escaleras, con un martillo o un alargue, grita Fabian agudo y seguido. Botijea al esclavo, y de paso cañazo taladra a los desocupados de siempre.

Si no hay trabajo, toca quedarse como gurí cagado. El primer paso del inglés: ¿cuál es? Quedarse quieto. Dormir todo lo posible, sentarse en el jardín, fumar cigarros de garrón o de estraperlo. Enquistarse como una garrapata, como Grenouille, hasta que vengan tiempos mejores. A las nueve, nueve y media, uno anda tratando de cazar un sueñito más, y el joputa lo sabe. El Fabian penetra las orejas como una lezna, con orificio de salida en la punta de los dedos, doliendo como verrugas paridas. A levantarse, dale, qué le vas a hacer. A tomar un cafecito. Y ahí la trampa se cierra, y el joputa del Jim te aplica la máxima tortura. Te habla. Chistes que hay que festejar. Una cosa es ponerle nombretes de noche, cuando no está, y otra es dejarlo pagando en plena luz del día. Eso que llaman humor, estos gringos. Una desgracia, un atentado violento al mal gusto, una falta de desconsideración. Un gargajo en un ojo. Y los desocupados a las carcajadas, golpeándose las rodillas.

Divertidísimo, el viejo conversaba con el joputa, mirando al jardín esplendoroso en la mañanita primaveral. Recostado en el dintel de la puerta, aguantando como un hombre el filo de metal en el hombro, el viejo vio, periféricamente, una figurita que pelaba verdura, con el cuchillo de Cocodrilo Dundee. Flaco y de negro, ganaba como cinco centímetros el cabrón, con esa espiga de pelo para arriba, mohicano engominado. “Este me roba, o me pega, o las dos”, pensó. Un punk, a sabiendas de que el término estaba perimido. Lo imaginaba vendiendo droga, clavándose jeringuillas. “Este me raja seguro”, rumiaba, festejando gansadas a mandíbula batiente. Fierro en la ceja, fierro en la oreja, serio y taciturno. Salado, el gurí.

En la cárcel, los presos se juntan por color, al menos en las películas. En Landan, los advenedizos se juntan por acento, al menos en el dodgy lodge. Hermanados por la timidez del verbo que delata, por la molesta incomodidad de no entender un carajo de cockney.

Porque éstos, lo que hablan, es cockney. En cuanto huelen extranjería, sueltan el cockney sin asco, como una jauría hambrienta. Y uno se va poniendo chiquitito, chiquitito. “Pencil… book…”, masculla, bajando la cabeza, tocándose los dedos como el de Matrimonios y Algo Más. “Ya llegó el hombre de la casa, Pepita…”. Y los locales se crecen, inflan el pecho, suben la voz, aceleran. Te espetan cockney y te cagaron. No hay vocabulario, no hay gramática que valga. La basa se la lleva el cockney.

“Yim”, dijo el macarra, y el viejo respiró y le encajó el diminutivo. Olivares en la voz el Dieguito, de Castilla La Mancha, allá en Espéin. Rengo el tono, para el lado de la lengua gloriosa. Albricias, Alvar Fáñez. Si alguno lo iba a rajar, no era éste.

Sin perder la compostura (auriculares en la sien), el Diego se sumó a la claque. No había más, si quería negociar los cigarros. Joven y empleado, se podía permitir la sonrisita desganada, aún más si tomamos en cuenta que era parte del estereotipo. El punto era el Fabian, cuándo no, que también festejaba ruidosamente. El eje argumental: los negros no saben pensar. Fabian no podía ser otra cosa que estúpido, ya que era negro. Profundo argumento, si los hay. Gracioso hasta las lágrimas, y aún sutil.

Con la mayor timidez, el viejo apunta que el Fabian ni siquiera es negro. La atención del domador se desvía, la lezna se centra en la prominente barriga del viejo, y Fabian aprovecha el descuido para escabullirse, balde en mano, a pintar un cuarto. Cabeza gacha, sonrisa dibujada, la izquierda enfundadita en el bolsillón del mameluco overall. “Shaban acal ca diu...”, piensa el viejo. Eugenio lo inspira, y se arriesga una vez más. Total, no creo que entienda. “Un irlandés esbelto, así, como el Jim, no encuentra forma de satisfacer a su mujer. Prueba quinientas cosas, y al final acepta la descabellada sugerencia de contratar un negro que abanique. El negro, esculpido en bronce, apolíneo, mueve parsimonioso un abanico enorme, de hojas de palmera. El irlandés meta y meta, bomba y bomba, y la mujer nada, mirando para arriba, revoleando los ojos. Cansado, entregado, el esbelto le dice al negro que pruebe él. Cambian roles, y la mujer empieza a gozar como nunca, a los gritos. Y el irlandés grita: ¡Fucking negro hijo de puta, no sabes ni abanicar!”.

Acostumbrado a esperar, el Fabian va despacito. Paso a paso. Cansino con la lata de pintura, paciente con los papeles. Primero la llave, después la reina. Por ahora es la llave, la de la cajita de metal que guarda bajo la cama, con todas las joyas del trámite del Foreign Office. -Esas perlas -que tu guardas -con cuidado, -en tan fino estuche, -de peluche rojo. La partida de nacimiento del abuelo, la visa de refugiado, la solicitud de residencia permanente, el formulario del council flat. No va a pasar mucho, van a ver, y va a tener a su princesa azul en el bolsillo, fea como Picio, rica como Gates. Y ahí, a tomar cerveza todo el día, mirando la tele en el apartamentito studio, propiedad del burrough. “¿Vas a venir a verme, no? Te hago un chupín de pescado. Va a ser acá cerquita, pasando el Springfield Park, contra el canal. Ya lo elegí. Cualquier día vamos hasta ahí, y te lo muestro. Las sobras se las tiramos a los gansos, por la ventana”.

No tiene navaja, no, pero qué llave tiene. Le brilla como los ojitos en la noche, cuando acaricia los documentos, cuando los cuenta para adelante y para atrás. Una llave, nomás, que le abre todas las puertas. Más de una llave complica, ya lo dijo James Spader. Y además, el arito le calza en el índice como anillo al dedo.

Allá en el jardín, la maniobra de distracción pierde su efecto. El joputa sigue los pasos del esclavo, perforando tímpanos con el Fabian. Enfurecido por el desaire, abandona las veleidades humorísticas, y descarga sobre el peón un rosario de insultos, a viva voz, que muy rara vez no contienen la riquísima expresión fuck. Fabian murmura algo, y así nomás, como si nada, desenfunda la izquierda. Gira la llave sobre el gatillo y tuc, emboca de lleno la boca pastosa del joputa, que cae demoradito, incrédulo, con los ojos enormes y la voz cortada. Un sonido seco, otro despatarrado, y el audio se corta de un navajazo. La comitiva se acerca, presurosa y unánime, para regocijarse con el joputa trastabillando, desconcertado, repitiendo que es Londres, que no se pega, que vas a ver con la policía. El Fabian sigue sosteniendo la llave en su izquierda cerradísima. Gotea el mismo líquido negruzco que los dientes del caído, mitad marfil, mitad nicotina. Le repite que le dijo, que no lo empujara, que llame a la policía o a la reina o al papa, que iban a ver qué decía, que él también tenía cosas que contarle al grandote de modos suaves.

Algunos corren al jardín. Se oyen las carcajadas y los golpes en las rodillas. Otros abren la boca y babean, extasiados. Y el que escribe cavila. Mira de costado, como un pájaro. Observa sin parpadear, pensando, como Ricky Fitts.

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